El crisantemo y la espada
“The assassin”, la última realización del director taiwanés
Hou Hsiao-Hsien, obtuvo el premio a la mejor dirección en el Festival de Cannes
de este año y es, en mi opinión, una obra maestra diga lo que diga Carlos
Boyero en El País o escriba lo que escriba Oti Rodríguez Marchante en ABC.
La película comienza con un prólogo en blanco y negro, en
formato de pantalla casi cuadrada, en el que se presenta al personaje
protagonista para convertirse, a los pocos minutos, en una explosión de color,
en formato panorámico.
Ambientada en China, en el siglo IX, narra la historia de
Nie Yinniang que en su niñez fue entregada al cuidado de una monja
perteneciente a una Orden cuya misión es adiestrar asesinas. Convertida en una
experta en artes marciales, y dotada de extraordinarias habilidades para el
asesinato, se le ordena que regrese a su antiguo hogar para matar a su primo,
gobernador disidente de Weibo, una de las provincias de China.
Hay un tipo de cine asiático que hunde sus raíces en la
cultura tradicional y que es muy difícil de valorar o disfrutar si nos atenemos a los
cánones occidentales por los que, habitualmente, juzgamos el cine que vemos.
Esta disquisición es muy oportuna para aproximarnos al cine
de Hou Hsiao-Hsien, un cine que arrastra la tradición de la ópera china, de su
poesía tradicional y, sobre todo, de su pintura.
Lo que se ha dado en llamar el
“modo de representación”, es decir los códigos que utilizamos para representar
una historia, es diferente en el caso de este director que utiliza un “modo de
representación oriental”.
El director taiwanés tiene como referente principal el cine
de Yasujiro Ozu. En alguna ocasión ha dicho que admira su rigor formal y el
trasfondo filosófico de su obra.
Al igual que Ozu, Hou considera que los escenarios
constituyen un elemento digno de contemplación y se integran con los personajes
que entran y salen de ellos, «… lo que
busco no es tanto que los espectadores comprendan ‘lo que ocurre’, como
comunicar una atmósfera». Así pues, es coherente que para asegurarse de que
espacio y personaje estén perfectamente integrados, las escenas se rueden en
tomas largas y encuadres amplios, sin utilizar el plano/contraplano y con la
ausencia casi total de primeros planos, es decir el tipo de puesta en escena
que utilizaba Ozu.
La diferencia es que en Hou el plano no es fijo como lo era
en Ozu, la cámara se desplaza como flotando por el escenario, corrigiendo y
re-encuadrando, capturando a los personajes pero manteniéndose a distancia, de
una manera serena y reflexiva, contemplativa, no intrusiva, una mirada que
observa pero no juzga.
Hou mantiene el plano hasta el límite de lo soportable. Su
duración supera ampliamente a todo lo rodado en Occidente e incluso supera a
los de Kenji Mizoguchi (1898-1956), extraordinario director japonés uno de
cuyos rasgos distintivos era la duración de los planos.
Las imágenes se acompañan con una magnífica banda sonora
que incluye no sólo música tradicional sino también sonidos que enriquecen la
narración: el rumor del viento entre las hojas, el canto de los pájaros, o el
sonido seco de los golpes, de los cuchillos o de las espadas en una cinta en la
que, por cierto, no vemos una gota de sangre a pesar de que ocurren unas
cuantas muertes.
Para terminar, hay que hacer mención a la poderosa
presencia de la actriz protagonista Shu Qi que recuerda a esos personajes,
revestidos de aliento épico, de los westerns del maestro John Ford con el que
el cine de Hou Hsiao-Hsien tiene mucho en común, de hecho el último plano de la
película, sobre el que se sobre-impresionan los créditos finales, es un plano
característico del western que bien podría haber firmado John Ford.
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