sábado, 13 de febrero de 2016

El caballo de Turín, (Béla Tarr, 2011)

Una obra maestra en treinta planos

Bela Tarr, el director húngaro de “El caballo de Turín”, (2011), ha declarado que se trata de su última película…, que no volverá a dirigir. Los amantes del cine tenemos la esperanza de que reconsidere su decisión.
El cine de Bela Tarr ha sido sistemáticamente ignorado por las distribuidoras y por tanto es prácticamente desconocido para el público. No es cine comercial ni que haga ningún tipo de concesión hacia el espectador. Se trata de un tipo de narración que renuncia al modo de representación convencional pero que ha creado auténticas obras de arte como: “El hombre de Londres” (2007), “La condena” (1988), “Las armonías de Werckmeister” (2000), o la inmensa “Satantango” (1994) una obra maestra de siete horas y media de duración.
“El caballo de Turín” se inspira en un episodio conocido de la vida del filósofo Friedrich Nietzsche. Al parecer, durante uno de sus paseos, se tropezó con un campesino que estaba fustigando a su caballo que se hallaba uncido a un carro del que, el campesino, exigía al jamelgo que tirara. Nietzsche se abrazó al cuello del caballo para impedir que el campesino le siguiera pegando. Después de este incidente, el filósofo no volvería a hablar en los siguientes 10 años, hasta el día de su muerte, con la única excepción de una frase que le dijo a su madre dos días después de su encuentro con aquel caballo: “¡Madre, soy idiota!).
La película comienza con la pantalla en negro y una voz que nos narra este episodio. A continuación el film arranca con uno de los planos-secuencia más bellos y desoladores de la historia del cine.
La cinta nos muestra la vida cotidiana del campesino, su hija y el caballo, aislados en una cabaña en medio de un páramo desértico azotado por un viento inmisericorde.
Bela Tarr divide los casi 150 minutos de duración de la película en seis días o seis capítulos, los mismos que la Biblia dice que tardó Dios en crear el mundo. El mismo Dios del que diría Nietzsche: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y nosotros lo hemos matado”.
A lo largo de los seis días asistimos a las rutinas domésticas de los protagonistas repetidas día tras día, sin apenas diálogos, en un maravilloso blanco y negro que potencia el hiperrealismo del entorno y en apenas 30 planos con una docena de planos-secuencia que deberían estar en un museo, al igual que toda la obra de Bela Tarr.
El director encuadra y reencuadra, utiliza el fuera de campo como nadie y renuncia al plano/contraplano en una puesta en escena que potencia el realismo descarnado de las acciones de los personajes. Importa mucho menos el argumento que la aproximación a estos personajes mediante la observación minuciosa, casi obsesiva de sus acciones y de sus gestos.
La banda sonora repetitiva compuesta por una pieza de órgano y cuerda, creación de un colaborador habitual del director, Mihály Vig constituye un elemento sustancial junto a la bellísima y dura fotografía en blanco y negro de otro colaborador habitual, Fred Keleman. Estos dos elementos junto con una puesta en escena cuyo pilar fundamental es el plano-secuencia confieren a las imágenes de “El caballo de Turín” una cualidad hipnótica absolutamente única.
Vivimos en un momento en el que el plano-secuencia (incluso el falso plano-secuencia) se asocia con la virtuosidad. Es decir, parece que todo plano-secuencia por el mero hecho de serlo es una maravilla y cuanto más dure, mejor es. Esta especie de moda me recuerda la irrupción del zoom en los años 60/70 que infectó a la mayoría de películas hechas en la época incluso por reconocidos directores de gran talento.
Dentro de algunos años, muchos de estos planos-secuencia nos chirriarán como nos chirrían ahora los disparatados zooms que se pusieron de moda en los años 60/70. En este sentido conviene citar al maestro Sir Alfred Hitchcock cuando se refería a su película “La soga” como un ejercicio ampuloso y falso por haberlo rodado en un único plano.
El plano-secuencia debe estar justificado, debe ser coherente con la narración, y, sobre todo, no debe imponerse a la historia sino ayudar a contarla.
El primer plano-secuencia de “El caballo de Turín” dura algo más de 4 minutos y acaba con un fundido en negro. El campesino protagonista de la cinta conduce un carro de madera tirado por un caballo a través de un paraje donde la bruma y el viento condicionan un entorno casi post-apocalíptico. La cámara en plano general y con un travelling lateral, de derecha a izquierda, sigue al carruaje, se acerca al hombre, luego al animal, luego se desplaza con elegancia hasta tomar al caballo desde un plano frontal, todavía en travelling y en contrapicado para alejarse después, otra vez en travelling lateral y plano general mientras el carro atraviesa una zona de bruma en la que apenas lo intuimos. El director nos presenta a tres de los protagonistas: el campesino, el caballo y el entorno hostil y nos dice que los tres son igual de importantes, y están unidos por el mismo destino inexorable.
Y justo aquí podemos apreciar la diferencia con tantos y tantos planos-secuencia de muchos directores que pueden estar perfectamente rodados pero no aportan nada a la narración.
Si el arranque es una maravilla, el final no lo es menos. La película termina con un plano medio, fijo, que se abre lentamente desde la pantalla en negro y encuadra a padre e hija sentados a la mesa. Un plano que transmite la soledad y la desesperanza de un mundo sin Dios. El plano se cierra, tres minutos después, con un elegantísimo fundido en negro. Un plano que es una obra de arte en sí mismo como muchos otros de la película y que deja sobrecogido al espectador con una sensación de angustia existencial difícil de explicar o de entender desde la comodidad de la butaca.

Una obra de arte, una obra maestra en treinta planos.