miércoles, 8 de febrero de 2012

Millennium: Los hombres que no amaban a las mujeres, (David Fincher, 2011)


Después de leer los tres libros que componen la trilogía Millennium y ver las tres películas suecas que se hicieron sobre los libros, acabé un poco harto.
Pues mira por donde, todavía no se me había pasado el atracón cuando David Fincher, nada menos, se decide a dirigir la versión americana del primer libro.
Hacer un remake tan pronto, cuando todavía la historia la tenemos fresca en la memoria y nos acordamos perfectamente de sus protagonistas, de los sucesos, y por supuesto del final parece un tanto descabellado.
Si el motivo de una película, o una historia, es la investigación de un caso con el consiguiente descubrimiento del culpable y el esclarecimiento de la verdad, y esa historia la conocemos al detalle después de los libros y las películas, los alicientes para ver una nueva versión que va a tener la misma historia, las mismas escenas y el mismo desenlace no parece el mejor presupuesto para ponerse dos horas y media delante de una pantalla.
Todo lo anterior puede quitarle el interés a más de uno, y lo entendería, pero quiero decir que comparar la película de Fincher con los libros o con las películas suecas es como comparar a Dios con un francés y que la película interesa, y mucho, a pesar de todo lo dicho. El cine, el buen cine hace eso posible.

Todo es mejor, mucho mejor, en esta versión de la historia: el casting es impecable, con un soberbio Daniel Craig que le da cien vueltas al protagonista de la trilogía sueca, una estupenda Rooney Mara, muy superior a la alabada Noomi Rapace y unos secundarios de lujo como Robin Wright, Stellan Skarsgärd y un increíble Christopher Plummer. Incluso Yorick van Wageningen que hace el papel de depravado tutor es mucho más convincente que el original.
Así pues, estamos ante uno de esos casos en que “la película es mejor que el libro” y “el remake es mejor que el original”.
Se trata de una película total, de esas en que todo, absolutamente todo suma para conseguir que el cine, una vez más, haga su magia y consiga que una historia conocida la veamos como si fuera la primera vez.
La fotografía es magnífica, el diseño de producción, es decir, el aspecto que tiene la película, es extraordinario (algo, por otra parte, que Fincher cuida hasta el extremo en sus películas), las localizaciones inmejorables, la banda sonora excelente y todo ello junto y en una maravillosa armonía consigue crear un clima, una atmósfera entre fría y ominosa que hace que disfrutemos de la película de una forma especial, diferente. La película es tan buena que nos ocurre como a los niños, nos gusta más cuantas más veces las vemos, nos excita anticipar la siguiente escena (que ya conocemos) y encontramos en la historia aspectos que no habíamos disfrutado ni con los libros ni con las películas originales.
El guión mejora substancialmente la historia con unos ligeros ajustes, la hacen más fácilmente comprensible para el espectador. No es una novela fácil de adaptar y, de hecho, en la película original se puede comprobar que el guión está descompensado y por momentos se hace confuso. En esta nueva versión nos encontramos ante un guión redondo que dedica el tiempo justo a cada escena, que cuida los diálogos y los gestos, y también los silencios, que regala a cada personaje una entidad construida con escenas muy medidas y con planos meticulosamente pensados.
Una puesta en escena que utiliza todas las herramientas cinematográficas con una finalidad determinada, no hay un travelling o un primer plano que sobre o que falte y eso se agradece puesto que estamos acostumbrados en el cine actual, y no digamos en televisión a una sucesión de travellings, cámara en mano y primeros planos absolutamente gratuitos.
Además, esta película tiene un comienzo y un final de lo mejor que se ha rodado en muchos años. La película comienza con un plano general de un paisaje nevado, se centra en una casa donde suena un teléfono y vemos al patriarca de los Vanger en plano corto, de espaldas en un ligero escorzo hablando por teléfono, termina la conversación y Christopher Plummer abandona el plano y la cámara se queda fija sobre el cuadro que acaba de recibir y que menciona en la conversación, a continuación se abren los títulos de crédito que son una auténtica obra maestra.
Sobre el fondo musical de una versión de un tema de Led Zeppelin vemos en animación una serie de imágenes con 25 claves que Fincher le dio al realizador de esta especie de corto. Fincher quería que, en los 2 minutos y 25 segundo que dura la canción se viera en pantalla una sucesión de imágenes que evocan el recorrido vital y el ser mismo de la protagonista, Lisbeth Salander. En palabras de Fincher: “Tenía una idea, algo oscuro, ahogamiento, motos, piel… Quería que se viese al padre ardiendo, flores, conexiones con la tecnología, con las motos, la camisa de fuerza… 25 elementos clave”.
Fincher, que, en todas sus películas, presta una atención especial a los títulos de crédito pretende enganchar al espectador, consciente de que si no lo atrapa desde el principio la historia, ya conocida, no lo atrapará. Desde luego lo consigue, con unos títulos de crédito de lo mejor que se ha visto en mucho tiempo.
Y el final es otra maravilla. Toda la secuencia final es una obra maestra con una auténtica lección de cine para enseñarla en las escuelas: travellings y grúas, insertos, primeros planos, enfoque del primer plano y desenfoque del fondo, contraplanos con ligeros travellings laterales, en fin una gozada…, pero el último plano, el maravilloso último plano de la película con la protagonista desapareciendo en su moto por la callejuelas nevadas mientras la cámara avanza suavemente sin alcanzarla es una imagen que no se olvida, de las que se quedan pegadas en la retina y al cabo de los años la recuerdas hasta en su más pequeños detalles.

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