Después
de leer los tres libros que componen la trilogía Millennium y ver las tres
películas suecas que se hicieron sobre los libros, acabé un poco harto.
Pues
mira por donde, todavía no se me había pasado el atracón cuando David Fincher,
nada menos, se decide a dirigir la versión americana del primer libro.
Hacer
un remake tan pronto, cuando todavía la historia la tenemos fresca en la
memoria y nos acordamos perfectamente de sus protagonistas, de los sucesos, y
por supuesto del final parece un tanto descabellado.
Si
el motivo de una película, o una historia, es la investigación de un caso con
el consiguiente descubrimiento del culpable y el esclarecimiento de la verdad,
y esa historia la conocemos al detalle después de los libros y las películas,
los alicientes para ver una nueva versión que va a tener la misma historia, las
mismas escenas y el mismo desenlace no parece el mejor presupuesto para ponerse
dos horas y media delante de una pantalla.
Todo
lo anterior puede quitarle el interés a más de uno, y lo entendería, pero quiero
decir que comparar la película de Fincher con los libros o con las películas
suecas es como comparar a Dios con un francés y que la película interesa, y mucho, a pesar de todo lo dicho. El cine, el buen cine hace eso posible.
Todo
es mejor, mucho mejor, en esta versión de la historia: el casting es impecable,
con un soberbio Daniel Craig que le da cien vueltas al protagonista de la
trilogía sueca, una estupenda Rooney Mara, muy superior a la alabada Noomi Rapace y unos secundarios de lujo como Robin Wright, Stellan Skarsgärd y un
increíble Christopher Plummer. Incluso Yorick van Wageningen que hace el papel
de depravado tutor es mucho más convincente que el original.
Así
pues, estamos ante uno de esos casos en que “la película es mejor que el libro”
y “el remake es mejor que el original”.
Se trata de una película total, de esas en que todo, absolutamente todo suma para
conseguir que el cine, una vez más, haga su magia y consiga que una historia
conocida la veamos como si fuera la primera vez.
La
fotografía es magnífica, el diseño de producción, es decir, el aspecto que
tiene la película, es extraordinario (algo, por otra parte, que Fincher cuida
hasta el extremo en sus películas), las localizaciones inmejorables, la banda
sonora excelente y todo ello junto y en una maravillosa armonía consigue crear
un clima, una atmósfera entre fría y ominosa que hace que disfrutemos de la
película de una forma especial, diferente. La película es tan buena que nos
ocurre como a los niños, nos gusta más cuantas más veces las vemos, nos excita
anticipar la siguiente escena (que ya conocemos) y encontramos en la historia
aspectos que no habíamos disfrutado ni con los libros ni con las películas
originales.
El
guión mejora substancialmente la historia con unos ligeros ajustes, la hacen
más fácilmente comprensible para el espectador. No es una novela fácil de
adaptar y, de hecho, en la película original se puede comprobar que el guión
está descompensado y por momentos se hace confuso. En esta nueva versión nos
encontramos ante un guión redondo que dedica el tiempo justo a cada escena, que
cuida los diálogos y los gestos, y también los silencios, que regala a cada
personaje una entidad construida con escenas muy medidas y con planos
meticulosamente pensados.
Una
puesta en escena que utiliza todas las herramientas cinematográficas con una
finalidad determinada, no hay un travelling o un primer plano que sobre o que
falte y eso se agradece puesto que estamos acostumbrados en el cine actual, y
no digamos en televisión a una sucesión de travellings, cámara en mano y
primeros planos absolutamente gratuitos.
Además,
esta película tiene un comienzo y un final de lo mejor que se ha rodado en
muchos años. La película comienza con un plano general de un paisaje nevado, se
centra en una casa donde suena un teléfono y vemos al patriarca de los Vanger
en plano corto, de espaldas en un ligero escorzo hablando por teléfono, termina
la conversación y Christopher Plummer abandona el plano y la cámara se queda
fija sobre el cuadro que acaba de recibir y que menciona en la conversación, a
continuación se abren los títulos de crédito que son una auténtica obra
maestra.
Sobre
el fondo musical de una versión de un tema de Led Zeppelin vemos en animación
una serie de imágenes con 25 claves que Fincher le dio al realizador de esta
especie de corto. Fincher quería que, en los 2 minutos y 25 segundo que dura la
canción se viera en pantalla una sucesión de imágenes que evocan el recorrido
vital y el ser mismo de la protagonista, Lisbeth Salander. En palabras de
Fincher: “Tenía una idea, algo oscuro, ahogamiento, motos, piel…
Quería que se viese al padre ardiendo, flores, conexiones con la tecnología,
con las motos, la camisa de fuerza… 25 elementos clave”.
Fincher,
que, en todas sus películas, presta una atención especial a los títulos de
crédito pretende enganchar al espectador, consciente de que si no lo atrapa
desde el principio la historia, ya conocida, no lo atrapará. Desde luego lo
consigue, con unos títulos de crédito de lo mejor que se ha visto en mucho
tiempo.
Y
el final es otra maravilla. Toda la secuencia final es una obra maestra con una
auténtica lección de cine para enseñarla en las escuelas: travellings y grúas,
insertos, primeros planos, enfoque del primer plano y desenfoque del fondo,
contraplanos con ligeros travellings laterales, en fin una gozada…, pero el
último plano, el maravilloso último plano de la película con la protagonista
desapareciendo en su moto por la callejuelas nevadas mientras la cámara avanza
suavemente sin alcanzarla es una imagen que no se olvida, de las que se quedan
pegadas en la retina y al cabo de los años la recuerdas hasta en su más
pequeños detalles.
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