Una obra maestra
en treinta planos
Bela Tarr, el director húngaro de “El caballo de Turín”, (2011),
ha declarado que se trata de su última película…, que no volverá a dirigir. Los
amantes del cine tenemos la esperanza de que reconsidere su decisión.
El cine de Bela Tarr ha sido sistemáticamente ignorado por
las distribuidoras y por tanto es prácticamente desconocido para el público. No
es cine comercial ni que haga ningún tipo de concesión hacia el espectador. Se
trata de un tipo de narración que renuncia al modo de representación
convencional pero que ha creado auténticas obras de arte como: “El hombre de
Londres” (2007), “La condena” (1988), “Las armonías de Werckmeister” (2000), o
la inmensa “Satantango” (1994) una obra maestra de siete horas y media de
duración.
“El caballo de Turín” se inspira en un episodio conocido de
la vida del filósofo Friedrich Nietzsche. Al parecer, durante uno de sus paseos,
se tropezó con un campesino que estaba fustigando a su caballo que se hallaba
uncido a un carro del que, el campesino, exigía al jamelgo que tirara.
Nietzsche se abrazó al cuello del caballo para impedir que el campesino le
siguiera pegando. Después de este incidente, el filósofo no volvería a hablar
en los siguientes 10 años, hasta el día de su muerte, con la única excepción de
una frase que le dijo a su madre dos días después de su encuentro con aquel
caballo: “¡Madre, soy idiota!).
La película comienza con la pantalla en negro y una voz que
nos narra este episodio. A continuación el film arranca con uno de los
planos-secuencia más bellos y desoladores de la historia del cine.
La cinta nos muestra la vida cotidiana del campesino, su
hija y el caballo, aislados en una cabaña en medio de un páramo desértico
azotado por un viento inmisericorde.
Bela Tarr divide los casi 150 minutos de duración de la
película en seis días o seis capítulos, los mismos que la Biblia dice que tardó
Dios en crear el mundo. El mismo Dios del que diría Nietzsche: “Dios ha muerto. Dios sigue muerto. Y
nosotros lo hemos matado”.
A lo largo de los seis días asistimos a las rutinas
domésticas de los protagonistas repetidas día tras día, sin apenas diálogos, en
un maravilloso blanco y negro que potencia el hiperrealismo del entorno y en
apenas 30 planos con una docena de planos-secuencia que deberían estar en un
museo, al igual que toda la obra de Bela Tarr.
El director encuadra y reencuadra, utiliza el fuera de
campo como nadie y renuncia al plano/contraplano en una puesta en escena que
potencia el realismo descarnado de las acciones de los personajes. Importa
mucho menos el argumento que la aproximación a estos personajes mediante la
observación minuciosa, casi obsesiva de sus acciones y de sus gestos.
La banda sonora repetitiva compuesta por una pieza de
órgano y cuerda, creación de un colaborador habitual del director, Mihály Vig
constituye un elemento sustancial junto a la bellísima y dura fotografía en
blanco y negro de otro colaborador habitual, Fred Keleman. Estos dos elementos
junto con una puesta en escena cuyo pilar fundamental es el plano-secuencia
confieren a las imágenes de “El caballo de Turín” una cualidad hipnótica
absolutamente única.
Vivimos en un momento en el que el plano-secuencia (incluso
el falso plano-secuencia) se asocia con la virtuosidad. Es decir, parece que
todo plano-secuencia por el mero hecho de serlo es una maravilla y cuanto más dure,
mejor es. Esta especie de moda me recuerda la irrupción del zoom en los años 60/70
que infectó a la mayoría de películas hechas en la época incluso por
reconocidos directores de gran talento.
Dentro de algunos años, muchos de estos planos-secuencia nos
chirriarán como nos chirrían ahora los disparatados zooms que se pusieron de
moda en los años 60/70. En este sentido conviene citar al maestro Sir Alfred
Hitchcock cuando se refería a su película “La soga” como un ejercicio ampuloso
y falso por haberlo rodado en un único plano.
El plano-secuencia debe estar justificado, debe ser
coherente con la narración, y, sobre todo, no debe imponerse a la historia sino
ayudar a contarla.
El primer plano-secuencia de “El caballo de Turín” dura
algo más de 4 minutos y acaba con un fundido en negro. El campesino
protagonista de la cinta conduce un carro de madera tirado por un caballo a
través de un paraje donde la bruma y el viento condicionan un entorno casi
post-apocalíptico. La cámara en plano general y con un travelling lateral, de
derecha a izquierda, sigue al carruaje, se acerca al hombre, luego al animal,
luego se desplaza con elegancia hasta tomar al caballo desde un plano frontal,
todavía en travelling y en contrapicado para alejarse después, otra vez en
travelling lateral y plano general mientras el carro atraviesa una zona de
bruma en la que apenas lo intuimos. El director nos presenta a tres de los protagonistas:
el campesino, el caballo y el entorno hostil y nos dice que los tres son igual
de importantes, y están unidos por el mismo destino inexorable.
Y justo aquí podemos apreciar la diferencia con tantos y
tantos planos-secuencia de muchos directores que pueden estar perfectamente
rodados pero no aportan nada a la narración.
Si el arranque es una maravilla, el final no lo es menos. La
película termina con un plano medio, fijo, que se abre lentamente desde la
pantalla en negro y encuadra a padre e hija sentados a la mesa. Un plano que
transmite la soledad y la desesperanza de un mundo sin Dios. El plano se cierra,
tres minutos después, con un elegantísimo fundido en negro. Un plano que es una
obra de arte en sí mismo como muchos otros de la película y que deja sobrecogido
al espectador con una sensación de angustia existencial difícil de explicar o
de entender desde la comodidad de la butaca.
Una obra de arte, una obra maestra en treinta planos.